Alejandro Michelena
El grande y lujoso automóvil de la tía las condujo esa tarde soleada hasta Callao y Corrientes. Eran las vacaciones de invierno y la salida, tan esperada, el merecido premio por medio año de aplicada dedicación al estudio. Ambas primas se entusiasmaban por no tener que cumplir ese lunes la rígida rutina del colegio de monjas, donde transcurrían normalmente sus jornadas desde la mañana al atardecer.
Fueron
a ver Ambiciones que matan, con
Montgomery Clift y Elizabeth Taylor. Las dos competían alegre y cordialmente en
el fervor por ese actor de rostro grave, soñador y melancólico, y habían
cubierto las paredes del dormitorio compartido con fotos cromadas de Clift en
diferentes poses y actitudes pero siempre con la mirada triste que lo
caracterizaba.
Después
tomaron el té en La Opera, lo que para dos jovencitas de su condición social
era entonces toda una aventura. Hablaron algo de la película, pero más del
baile del sábado anterior, un cumpleaños de quince en San Isidro, y de cómo se
habían divertido esa noche. María del Rosario reconocía que ella no se animó
cuando colocaron en el combinado el disco de rock and roll, y le confesó a
Malvina que sentía admiración por su audacia, y que había estado muy bella
volando por los aires cuando ya se había acabado el surco y la música y todos
rodearon a la pareja y tararearon batiendo palmas mientras alguno que sabía la
letra empezó a entonarla.
Esa
noche hojearon juntas algunas revistas ilustradas. Luego soñarían despiertas,
en la oscuridad y quietud de la coqueta habitación en la enorme mansión de
Palermo donde ambas —huérfanas— vivían como hermanas con su abuela y tía.
Pasara lo que pasara, serían por siempre amigas y unidas; estaban convencidas
que el pacto realizado a los doce años no se rompería jamás, ni siquiera con la
muerte.
Y
en verdad, la unión entre las primas superó la adolescencia y sus veleidades.
Compartieron el viaje a Europa al culminar el bachillerato y después, cuando la
otra —que no quiso estudiar— comenzó sus salidas con el joven alférez de
caballería, mientras ella por su parte frecuentaba Filosofía y Letras, algo
imponderable mantenía igualmente hermanados esos dos caracteres en el fondo tan
distintos.
Mucho
más adelante, aunque Malvina no lo compartía —tal como honestamente se lo
aclaró— reconoció que era admirable su dedicación a esos grupos de ayuda
vinculados a los curas obreros. Tampoco aceptaba que María del Rosario le
encontrara al Peronismo cosas positivas.
—Aunque
sea sin Perón, como tanto lo explicás. No podés simpatizar con los seguidores
del tirano, los que quemaron iglesias cuando todavía éramos chicas... ¿O acaso
no te acordás? Vos que sos medio monja no podés estar con ellos...
Recordaba
también el rumboso casamiento de Malvina, bendecido por el propio Arzobispo de
Buenos Aires, y también la humilde ceremonia de su ordenación religiosa.
De
allí en más comenzaron a verse menos, de tanto en tanto apenas, y menos aún
desde que ella —queriendo ser fiel a su opción tercermundista— fue a vivir en
medio de una Villa Miseria.
Esta
inevitable revisión de vida la había acompañado durante sus largas horas de
angustiada soledad. Pensó en Malvina desde el momento que se la llevaron; nomás
cuando la arrastraban a golpes hacia el Ford Falcon. Su mente había trabajado
en ese instante de modo acelerado; pensó que siendo Malvina la mujer de un
reciente general no la abandonaría a su suerte; que fiel a aquel lejano
compromiso juvenil, a aquello que fuera casi un pacto de sangre, acudiría en su
ayuda de alguna manera.
Más
tarde, las tantas veces que fue torturada, y mientras la violaban una y otra
vez, conservó esa esperanza. Luego vinieron largos períodos de quietud y
silencio, cuando permanecía día y noche tirada en un rincón de ese enorme local
de paredes descascaradas. Sabía que más allá de la mampara que la aislaba había
muchos sufrientes como ella, y cada tanto oía los gritos desgarradores en el
piso de arriba. Rezaba y rezaba, lloraba, por poco no desesperaba. Le había
enviado un mensaje a Malvina por medio de un soldado que no volvió a ver nunca
más. Por momentos —ante tanto silencio, sintiéndose sola en forma absoluta—
pensó que todo había sido absurdo; que Dios incluso estaba resultando demasiado
sordo, que lo único real era el sufrimiento. En momentos de casi delirio, llegó
a lamentar el haberse hecho monja y querido aplicar los postulados evangélicos
al mejoramiento de los que nada tienen. Sin embargo, en otras interminables
horas de silencio y oscuridad comprendía que el único sentido de su vida estaba
en esa vocación de servicio; recordaba entonces al padre Mujica, asesinado dos
años antes en la misma Villa, y eso le daba fuerzas para seguir adelante en su
terrible situación.
Llegó
a ofrecer su pobre vida por todos esos villeros con los cuales había convivido
desde hacía diez años. Venían a su memoria cada vez más despierta Miguel el
juntapapeles, Ivonne la limosnera, Julián el ladrón descuidista, y tantos otros
a los que pudo ayudar a mejorar un poco en lo material y mucho en lo
espiritual. De todos ellos había recibido siempre cariño y lealtad, contra
todas las previsiones de su familia, horrorizada cuando decidió instalarse en
ese pobre rancho al fin de una calle de tierra. Vivió allí los más plenos
momentos de su vida, y no tenía para con esa buena gente más que
agradecimiento.
Por
otro lado se daba cuenta, transitando el terrible calvario que siguió a su
detención, que había sido siempre muy inocente, demasiado confiada en la
intrínseca bondad humana, y que por un designio misterioso de la providencia
tuvo que conocer junta —en apenas seis meses en ese infierno— toda la
abominación y la maldad sin atenuantes de la que es capaz un ser humano... Pero
lo que más le dolía, por encima de ese rosario interminable de sufrimientos,
era el silencio de su prima. Intuía que el mensaje había llegado a destino, y
que si Malvina hubiera querido le era posible sacarla de allí.
Mantuvo
alguna tenue esperanza cuando la condujeron, encadenada con otros prisioneros a
un camión celular, y luego —ya en el aeropuerto militar— al avión. Conservó un
hilo apenas de ceguera consolatoria hasta que pudo vislumbrar, por debajo de la
venda, cómo abrían la compuerta y arrojaban uno a uno a sus compañeros de viaje
como bultos de lastre hacia el vacío.